La tierra entre los volcanes

Ralún es un susurro entre montañas y agua, un lugar resguardado en la Patagonia norte donde el mar se encuentra con los lagos en un abrazo antiguo. La neblina danza sobre los cerros y los bosques respiran despacio, como si el tiempo se deslizara entre las hojas. Las ovejas pastan bajo la mirada de los volcanes, cuidadas por manos que conocen los secretos del viento. Este no es un paisaje que se mira, sino uno que se escucha, en el crujir de la tierra húmeda y en el canto de los ríos que descienden tibios desde los Andes. Aquí la naturaleza no es telón de fondo, sino la voz principal, y cada hebra de lana lleva el eco de una geografía viva.

El territorio se sostiene también en las personas que lo habitan. Los saberes ligados al tejido no nacen de libros ni de técnicas importadas, sino de la transmisión silenciosa entre generaciones, manos que enseñan a otras manos a hilar, a torcer, a teñir, a escuchar la fibra. Cada gesto proviene de alguien que aprendió observando a otra persona, y así la tradición se vuelve un hilo continuo que jamás se rompe. En estas prácticas, el tejido no es oficio ni adorno, sino memoria viva: las hilanderas conocen la lanada como se conoce a la familia, las tejedoras leen señales invisibles para otros, quienes tiñen comprenden que el color responde al clima, al agua y al ritmo del día.

La lana que nace en este entorno no solo transporta volcanes, lluvias y bosques, también guarda voces, prácticas y afectos. Cada ovillo es un puente entre territorio y comunidad, entre naturaleza y cultura, entre pasado y futuro. En cada hebra tejida permanece la huella de quienes la hicieron posible, y al tomarla entre las manos uno sostiene la continuidad de esos saberes tradicionales que dan forma, desde hace siglos, al tejido como un lenguaje común.